RECUERDOS ENUMERABLES (De Ceci Mendez)
Siempre compartí con mi viejo cierta fascinación por la forma caprichosa en la que los números se combinan, alrededor nuestro, todo el tiempo. O tal vez elegí fascinarme por eso, para sentir que teníamos algo más en común. Me acuerdo que jugábamos, por ejemplo, a un juego con las patentes largas de los autos de antes, o a escribir palabras graciosas poniendo al revés alguna de sus tantas calculadoras.
Supongo que su influencia hizo que, con los años, yo fuera incorporando un hábito del que no pude escaparme hasta hace poco; hasta que en los colectivos dejaron de dar boletos de papel. Mi obsesión era chequear el número del boleto de colectivo apenas caía en mi mano -sin importar la cantidad de gente o bolsas- y disimular un salto de alegría si el que me había tocado era capicúa.
Esta especie de T.O.C., nació a la sombra de unas pilas de carpetas de cartón negro, en cuyas páginas mi viejo pegaba, con inmaculada plasticola, los boletos enteros y en orden. Hace poco me enteré que, de modo justo y criterioso, la colección de boletos incompleta supo ser ofrenda de un volquete en una mudanza. Igual, todavía puedo sentir la emoción de sostener entre mis manos, que alguna vez fueron chiquitas, una de esas carpetas gordas. Las hojas crujían cuando las pasaba, tenían un prolijisimo relieve y estaban llenas de color. Porque los boletos de antes, con sus coquetos bordes en picos, venían a rayas violetas y amarillas, celestes y verdes, y eran siempre diferentes entre sí, casi perturbadóramente artísticos.
Estas de las que hablo, eran como 10 carpetotas, varias veces heredadas, que largaban olor a libro viejo -y creo que también olían a leña y a fósforos, o acaso ese olor se me filtró de otro tramo de infancia. De todas las carpetas, la única que recibía un tratamiento especial era la de los números capicúa. Esa requería tijera y estricta minuciosidad. Recortar y pegar cada boleto era una tarea reservada para los domingos de lluvia y me la acuerdo con la solemnidad de un ritual. No estoy segura si yo estaba autorizada a intervenir, pero sí sé que admiraba, como hipnotizada, ese proceso tan simple. Tan simple, que todavía lo admiro. Tan simple, que todavía lo voy a admirar.
¡Qué rápido me llega la hora de sentirme una señora grande, hablando en clichés, de glorias pasadas! Lo que me sorprende es el motivo por el que empecé a escribir esta manada de palabras. El hecho práctico que disparó esta desprolija enumeración de recuerdos, fue la ciberpágina -horriblemente llamada fan page– que un día armé para promocionar mi proyecto musical. La misma que, de una forma casi enfermiza, cada tanto me sugiere que recopile personas que pongan su dedo gordo para arriba, como en un coliseo virtual. La que hace un rato me mostró un reluciente número que me desplegó todo un pasado y me cacheteó con un listado de cambios de casi 30 años de largo…
“Tenés 777 Me gusta”. Tantas preguntas me revoleó este exceso de capiucuismo, que hasta llegué a reclamar en silencio: ¿cuándo se hará mi viejo una cuenta de facebook, para poder agregarme su pulgar para arriba?”. Aunque bien sé, y lo proclaman muchos posts de auto-ayuda, que está bueno que haya gente fuera del sistema internáutico, recordándonos las otras formas de comunicación que conservamos.
La cosa es que, las arbitrariedades de esta moderna contemporaneidad, me dieron hoy un motivo para celebrar. Y es que hoy, un número de los nuevos, de los que ya no se imprimen en papel, me salió a saludar como desde una canción de Serrat y me llevó de viaje en un colectivo curvilíneo, boleto en mano, con mi papá.